Columnas

El espejismo de la esperanza

"Las promesas en política son como el viento en el mar: visibles y emocionantes, pero muchas veces incapaces de sostener un barco en aguas turbulentas."
Isidro Aguado Santacruz Archivo

La reciente visita de la presidenta Claudia Sheinbaum a Playas de Rosarito nos ofrece un momento crucial para reflexionar sobre lo que verdaderamente anhela el pueblo mexicano. Su llamado al bienestar social, aunque cargado de emoción, se enfrenta a una dura realidad que no podemos ignorar: ¿realmente sus promesas de progreso responden a las necesidades urgentes de la ciudadanía?

Al citar a Lincoln, cuando afirmó que "la democracia quiere decir un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo", la presidenta nos invita a cuestionar si su administración está a la altura de este principio fundamental. Los ciudadanos no solo quieren escuchar buenas palabras; quieren acciones concretas que transformen sus vidas y que aborden la corrupción que ha impregnado nuestro sistema político. La desconfianza hacia un gobierno que ha prometido erradicar la corrupción, mientras enfrenta serios cuestionamientos sobre su integridad, es palpable. Esta contradicción no solo genera escepticismo, sino que también alimenta la frustración de un pueblo que ha sido testigo de cómo las promesas se desvanecen en el aire.

Los mexicanos, en su mayoría, desean un cambio real, y eso incluye la urgencia de un sistema de salud que funcione. Hoy en día, quienes necesitan atención médica se encuentran atrapados en un laberinto de largas esperas, citas que se agendan a meses vista y una alarmante escasez de medicamentos. La situación es desgarradora: familias enteras, desesperadas, acuden a las instituciones de salud solo para ser recibidas con puertas cerradas y promesas vacías.

¿Qué tipo de democracia permite que la salud de su gente sea un lujo y no un derecho? La respuesta es clara: una que no está verdaderamente comprometida con el bienestar de su población.
La desesperanza no se detiene ahí. El clamor por una jornada laboral digna y un salario justo resuena en cada rincón del país. Los trabajadores mexicanos anhelan no solo un empleo, sino una vida que les permita vivir con dignidad. Cada día, enfrentan la dura realidad de salarios que no alcanzan para cubrir lo básico y condiciones laborales que, en muchas ocasiones, son indignas.

Hasta cuándo seguirán esperando un cambio que no llega, mientras se enfrentan a la explotación y a la falta de oportunidades? La realidad es que las empresas irregulares y la falta de regulaciones adecuadas perpetúan un ciclo de pobreza y descontento que debe romperse.

La inseguridad es otro de los fantasmas que acecha a la población. Más de 3,000 personas desaparecidas en Baja California son un recordatorio brutal de que la violencia no es solo un problema estadístico, sino un dolor palpable que vive en los hogares de muchas familias. Este tema, ausente en el discurso presidencial, es uno de los más urgentes que necesita atención. Las calles, que deberían ser un espacio de libertad y seguridad, se han convertido en lugares de miedo e incertidumbre. ¿Es este el legado que queremos construir? La ciudadanía exige ser escuchada, quiere vivir sin miedo, quiere un país donde la seguridad no sea solo una promesa, sino una realidad.

La reciente reforma judicial no es el remedio a la crisis de inseguridad que enfrenta el país. En un México que arde, como lo evidencian los acontecimientos en Sinaloa, Guerrero y Chiapas, es evidente que la solución radica en fortalecer a las instituciones encargadas de la seguridad, no en el Poder Judicial, que es solo el último eslabón de la cadena de justicia. Para que los jueces apliquen la ley, primero es necesario detener al delincuente. Sin embargo, el cuello de botella está en nuestras fuerzas policiales, que enfrentan un abrumador índice de impunidad del 99.9%. Esta es la cruda realidad que todos conocemos, donde el 94% de los delitos no se denuncia y menos del 1% de los casos denunciados se resuelven. Tal vez, en lugar de enfocarse en el Poder Judicial, la presidenta debería prestar atención al Poder Ejecutivo, donde la verdadera reforma es más que urgente.

Las palabras de la presidenta deben ir acompañadas de un compromiso genuino hacia una verdadera democracia, una que escuche y responda a las necesidades más apremiantes de la gente. Esta democracia no puede ser un mero formalismo; debe ser un pacto de confianza entre el gobierno y sus ciudadanos, un compromiso de actuar en favor de la justicia, la igualdad y el bienestar común. Los mexicanos están listos para ser protagonistas en la construcción de un futuro más justo, pero necesitan líderes que no solo hablen de esperanza, sino que la hagan tangible.

La verdadera democracia exige reconocer y atender las realidades que enfrentan los ciudadanos a diario. No más discursos vacíos, no más promesas incumplidas. El pueblo mexicano merece un gobierno que encarne sus aspiraciones, que trabaje incansablemente por la seguridad, la salud y el bienestar de todos. La esperanza no es un lujo, sino un derecho que debe ser garantizado.

Sin embargo, aquí radica la ironía: en un país donde se nos habla de esperanza, donde los discursos se adornan con palabras de cambio y transformación, el pueblo se siente cada vez más atrapado en un espejismo. La realidad se desdibuja ante promesas que se desvanecen como humo, dejando tras de sí un eco de desilusión que resuena en cada rincón de nuestras calles. La esperanza, ese valor tan preciado, se ha convertido en un producto de consumo, empaquetada y vendida por un gobierno que prefiere mantener a su gente distraída con ilusiones vacías, mientras las verdaderas necesidades quedan relegadas al olvido.

¿Hasta cuándo seguiremos tragándonos este cuento de hadas? Porque en México parece que la fantasía no solo se reserva para los libros; se nos cuela en los discursos, en las promesas y en esos "cambios" que vienen en envoltorios cada vez más brillantes. Nos hablan de democracia, como si fuera una suerte de bálsamo para el alma, una fórmula mágica que, al pronunciarse, debiera curar todos nuestros males. Pero la realidad, esa vieja conocida que no miente ni disfraza, nos recuerda cada día que los discursos bonitos se quedan en eso: palabras bien dichas, pero poco hechas.

¿Qué será, entonces, lo que realmente queremos para México? ¿Será posible que nos hayamos resignado a vivir en un país donde la justicia y la igualdad sean ideales distantes, figuras en un mural desgastado por el tiempo? O, tal vez, en el fondo, quienes nos gobiernan creen que somos un pueblo al que se le puede mantener contento con palabras dulces y espejismos de esperanza. Pero, ay, si se dieran cuenta de que los mexicanos tenemos el sentido común para saber que vivir no es lo mismo que sobrevivir. Y que la dignidad no se vende, ni se negocia en discursos.

Es curioso, porque uno pensaría que el primer paso hacia la transformación sería escuchar a los ciudadanos; y sin embargo, parece que nuestros líderes prefieren llenar el aire con promesas grandilocuentes que con actos. Tal vez, es que ellos mismos se han dejado engañar por sus propias palabras, creyendo que la esperanza se cultiva con discursos.

Pero, les confieso, este país no está para cuentos de hadas, ni para héroes de cartón. Aquí, lo que necesitamos es un compromiso de verdad, uno que esté dispuesto a enfrentar las verdades incómodas y que no maquille la realidad. Porque, la democracia no debería ser un escenario para el espectáculo de unos cuantos; debería ser el espacio donde todos, sin importar qué papel juguemos, podamos vivir con dignidad y respeto.

Así que, al empezar esta semana, no perdamos de vista lo esencial. Porque tal vez, solo tal vez, si el gobierno dejara de jugar con las esperanzas de su gente y se dedicara a actuar con la integridad que tanto anhelamos, podríamos, al fin, comenzar a construir el México que todos soñamos. Excelente inicio de semana, lectores.