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El precio invisible de la inteligencia artificial

Cada semana, en este modesto ejercicio de cambio de ritmo, me doy a la tarea de investigar y traerles, a través de las palabras, una imagen lúcida —aunque a veces inquietante— de lo que ocurre en distintos frentes del mundo.

Isidro Aguado Santacruz
Isidro Aguado Santacruz Archivo

por Isidro Aguado Santacruz

04/04/2025 16:00 / Uniradio Informa Baja California / Columnas / Actualizado al 04/04/2025

_"Actúa de modo que los efectos de tu acción sean compatibles con la permanencia de una vida humana auténtica en la Tierra."_
— Hans Jonas

Por: Isidro Aguado Santacruz

Cada semana, en este modesto ejercicio de cambio de ritmo, me doy a la tarea de investigar y traerles, a través de las palabras, una imagen lúcida —aunque a veces inquietante— de lo que ocurre en distintos frentes del mundo. Esta vez, en este espacio donde convergen la memoria, la razón y la pregunta ética, toca mirar de frente a un fenómeno que ha irrumpido en nuestras vidas con la sutileza de un susurro, pero con el impacto de una tormenta: la inteligencia artificial.

¿Qué es, en verdad, la inteligencia artificial? ¿Una promesa de futuro o un espejo torcido del presente? ¿Una herramienta que amplía nuestras capacidades o una ilusión que suplanta el esfuerzo humano? ¿Quiénes la emplean con sentido, con fines científicos, médicos, ambientales, para la inclusión o la justicia? ¿Y quiénes la consumen sin medida, como entretenimiento, como simulacro, como atajo hacia una creación sin creador? ¿Puede, acaso, la inteligencia artificial suplantar el acto de escribir, ese arte silencioso que requiere tiempo, dolor, disciplina y verdad? ¿No es cierto que muchos, al obtener respuestas en segundos, creen que ya han escrito, cuando en realidad han sido apenas replicadores de un cálculo sin alma?

He dedicado años de mi vida a la escritura. Sé, como lo sabe todo aquel que vive entre libros y páginas, que escribir no es juntar palabras, sino ordenar el mundo desde la conciencia. Hoy, esa conciencia está siendo burlada. Plataformas de inteligencia artificial ofrecen respuestas inmediatas a preguntas que antes requerían meses de investigación, y lo hacen con tal naturalidad que muchos han caído en la trampa: confunden velocidad con sabiduría, y replicación con creación.

Pero la crítica aquí no es solo moral o estética. Es, sobre todo, ecológica. Mientras se celebran imágenes digitales generadas al estilo de Studio Ghibli —hermosas, nostálgicas, perfectas—, se oculta el precio que implica su existencia. Según estudios realizados por las universidades de Texas en Arlington y Colorado Riverside, generar una sola imagen de ese tipo puede requerir hasta 3.45 litros de agua. ¿Dónde ocurre esta evaporación inadvertida? En los centros de datos que procesan nuestras solicitudes, esos templos invisibles de la nueva era digital, que requieren cantidades colosales de agua para enfriar sus servidores. El Departamento de Energía de Estados Unidos estima que hasta el 40% de la energía de estos centros se destina al enfriamiento, y gran parte de esa refrigeración se logra mediante agua potable. Una semana de furor global por imágenes generadas con IA puede consumir más de 216 millones de litros de agua: el equivalente al consumo mensual de una ciudad de tamaño medio.

Pero no es solo en la imagen. También en la palabra se esconde el costo. Cada vez que usted, lector, hace una consulta compleja a una inteligencia artificial, se activa una maquinaria de cómputo que puede consumir entre 0.5 y 2 litros de agua por respuesta, dependiendo de la longitud y profundidad del texto. Multipliquemos esa cifra por millones de usuarios, por millones de preguntas al día. Lo que parece un diálogo sin consecuencias es, en verdad, un acto de consumo hídrico global.

En México, este derroche digital contrasta brutalmente con la realidad tangible de nuestras comunidades. Según el INEGI, más de 9 millones de mexicanos no tienen acceso constante al agua potable. Mientras tanto, alimentamos una tecnología que, aunque intangible, bebe del mismo recurso vital. Sin legislación que lo regule, sin datos públicos sobre la huella hídrica de los servicios digitales, sin transparencia de parte de las grandes tecnológicas que operan o prestan servicio en el país, estamos caminando ciegos hacia una forma de colonialismo ecológico: el de los datos.
El agua ya no es un recurso garantizado, sino un bien frágil, disputado y, en muchas regiones, ausente. Desde los acuíferos sobreexplotados del Bajío, hasta las sequías persistentes en Sonora, Chihuahua, Coahuila y Baja California, México enfrenta una crisis que exige repensarlo todo: desde la agricultura hasta la tecnología. Las presas se secan. Los mantos freáticos descienden. Y en ese paisaje de escasez, sostenemos sin cuestionar una industria digital que opera como si la naturaleza no tuviera límites.

Otros países ya han comenzado a reaccionar. Singapur, consciente de su escasez hídrica, ha prohibido la instalación de centros de datos de alto consumo. Países Bajos y Alemania han impuesto límites y condiciones estrictas sobre la eficiencia energética y el uso de agua en la infraestructura digital. Algunas ciudades estadounidenses, como Phoenix, ya no permiten que se use agua potable para enfriar servidores. Francia, por su parte, exige desde 2024 que los centros de datos publiquen un reporte anual sobre su consumo de agua y emisiones.

México, sin embargo, permanece sin una sola ley que vincule el desarrollo tecnológico con la sostenibilidad ambiental. Por eso, propongo la creación de una Ley de Sustentabilidad Digital con Enfoque Hídrico, que se erija sobre tres pilares fundamentales: transparencia obligatoria de la huella hídrica de plataformas digitales, uso exclusivo de aguas tratadas para procesos tecnológicos en territorio nacional, y una política fiscal que grave progresivamente el uso de agua en servicios digitales, incentivando el desarrollo de tecnologías eficientes y sostenibles. Esta ley, coordinada entre la CONAGUA, el INECC y el Congreso de la Unión, podría posicionar a México como un referente regional en la regulación del impacto ambiental digital.

Sería también una oportunidad de impulsar un nuevo paradigma en la innovación: no más crecimiento ilimitado, sino crecimiento consciente. Si el siglo XX fue el del petróleo, el siglo XXI será el del agua. Las industrias del futuro no pueden operar bajo las mismas lógicas extractivas que nos trajeron hasta aquí. La inteligencia artificial, como todo poder humano, debe ser contenida por principios éticos y regulaciones responsables. No se trata de frenar el progreso, sino de dotarlo de conciencia. Así como regulamos la tala, la pesca, la minería, debemos ahora regular el consumo digital de agua y energía. Si el futuro será tecnológico, que también sea habitable.

Escribir es comprometerse con la verdad, aunque duela. Usar la inteligencia artificial, si se hace con responsabilidad, puede ampliar nuestras posibilidades. Pero hacerlo a ciegas, como lo estamos haciendo hoy, nos condena a un espejismo donde las palabras y las imágenes —bellas, rápidas, fascinantes— se elevan sobre el silencio seco de los pozos vacíos.

Porque si detrás de cada respuesta hay sed, entonces lo que necesitamos no son más ilustraciones ni más textos generados, sino un pacto nuevo con la vida, la memoria y el agua. Que no nos deslumbre el fulgor digital si a su paso se marchita lo esencial.

Adaptarse al compás de la vida no es tarea sencilla; en Cambio de ritmo, intento no perder el paso. Que tengas un excelente fin de semana lector.

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