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Fuero: El blindaje de la impunidad

Isidro Aguado Santacruz Archivo


"La impunidad del delito engendra más delitos." — Cesare Beccaria

Hace unos días, en una de esas charlas que comienzan con un café y terminan con una discusión sobre el estado del país, alguien me lanzó una pregunta aparentemente sencilla: "Oye, ¿qué es el fuero?". No respondí de inmediato. No porque no supiera qué es, sino porque, como tantas otras cosas en México, la respuesta es un laberinto de leyes, historia y política, donde lo que empezó como un mecanismo de protección democrática terminó convertido en un escudo de impunidad.

La pregunta, por supuesto, no era casual. Venía con un contexto claro: Cuauhtémoc Blanco. El exfutbolista, exgobernador y ahora diputado federal ha sido acusado de un delito grave, pero su defensa no se ha basado en desmentidos, pruebas o argumentos jurídicos. Se ha basado en dos palabras que, en México, pueden ser más poderosas que la ley misma: "Tengo fuero".

El fuero no es nuevo. Su origen se remonta a la construcción del Estado mexicano en el siglo XIX, cuando era necesario garantizar que los legisladores y funcionarios pudieran ejercer sus funciones sin miedo a represalias políticas. En una época donde el país vivía en guerra constante y la estabilidad era un sueño lejano, evitar que un diputado fuera encarcelado por criticar al gobierno tenía sentido. Pero los tiempos cambiaron. Lo que nació como un escudo contra la persecución política se transformó en un pasaporte para la impunidad.

Ejemplos sobran. Julio César Godoy Toscano, exdiputado federal por Michoacán, es quizá uno de los más escandalosos. En 2009, con una orden de aprehensión en su contra por presuntos vínculos con el crimen organizado, ingresó clandestinamente a la Cámara de Diputados y rindió protesta en secreto para obtener fuero. Una vez blindado por la inmunidad legislativa, evitó ser detenido y continuó con su carrera política como si nada. Años después, desapareció. Nunca fue juzgado.

Casos similares se han dado con gobernadores, senadores y diputados de distintos partidos. Javier Duarte, exgobernador de Veracruz, acumuló denuncias por corrupción mientras estaba en funciones, pero su fuero impidió que se le investigara hasta que dejó el cargo y huyó del país. Andrés Granier, en Tabasco, siguió un patrón similar. En otros casos, el fuero ha sido la carta de negociación perfecta: políticos que han sido acusados de delitos han logrado mantenerse en el poder el tiempo suficiente para pactar su salida en condiciones favorables, evitando la cárcel o recibiendo condenas mínimas.

Lo que sorprende no es la existencia del fuero, sino su permanencia en un país donde la impunidad es norma. México es uno de los pocos países en el mundo donde esta figura se mantiene con tanta fuerza. En Francia, por ejemplo, los legisladores pueden ser arrestados si se les encuentra en flagrancia, y su inmunidad no les protege de investigaciones serias.

En Italia, después de los escándalos de corrupción de la era Berlusconi, el fuero se redujo considerablemente y hoy es mucho más difícil que un funcionario evada la justicia. En España, aunque los parlamentarios tienen ciertas protecciones, estas no les eximen de ser investigados y procesados si hay pruebas suficientes en su contra.

En México, sin embargo, la historia es diferente. El proceso para eliminar el fuero es complejo y lento. Al estar contemplado en la Constitución, cualquier intento de reforma requiere el voto de dos terceras partes del Congreso y la aprobación de la mayoría de los congresos estatales. En teoría, esto garantizaría que cualquier cambio en esta materia sea producto de un consenso amplio.

En la práctica, significa que los mismos que deben eliminar el fuero son quienes se benefician de él.

El Latinobarómetro 2024 revela que solo el 32% de los mexicanos confía en el Congreso, una de las cifras más bajas de la región. La gente no se siente representada, no cree en las instituciones y, sobre todo, está harta de los privilegios de la clase política. No es coincidencia que, en cada elección, los candidatos prometan eliminar el fuero. Tampoco es coincidencia que, una vez en el poder, la promesa se diluya en discursos ambiguos y reformas que no llegan a ningún lado.

La indignación ha crecido en los últimos años, y el caso de Cuauhtémoc Blanco ha vuelto a encender el debate. En Morelos, grupos feministas han exigido su desafuero, argumentando que el fuero no puede ser un refugio para agresores. En las calles, las protestas han llevado pancartas con frases como "Fuera y sin fuero" y "Ni un agresor al poder", recordando que la justicia no puede ser selectiva.

El diputado Alfonso Ramírez Cuéllar, quien recientemente presentó una iniciativa para eliminar el fuero a legisladores y gobernadores, ha sido objeto de controversia tras difundirse la versión de que había retirado su propuesta, para luego desmentirlo. ¿Una confusión? ¿Un error de comunicación? ¿O simplemente un reflejo del juego político donde el discurso y la acción rara vez coinciden?

La pregunta sigue siendo la misma: ¿para qué sirve el fuero hoy en día? En su origen, tenía un propósito claro. En la actualidad, se ha convertido en un símbolo del distanciamiento entre la clase política y la ciudadanía. Si realmente se quiere recuperar la confianza en las instituciones, la eliminación del fuero no puede seguir siendo solo una promesa de campaña. Pero el problema no es solo el fuero. Es el sistema que permite que la impunidad sea la norma. Es la estructura política que premia la opacidad y castiga la transparencia. Es la falta de voluntad para construir un país donde la ley se aplique igual para todos.

México no necesita más discursos sobre justicia e igualdad. Necesita que la justicia y la igualdad sean una realidad. Y eso, inevitablemente, pasa por terminar con el fuero tal como lo conocemos.

La pregunta ya no es si el fuero debe desaparecer. La pregunta es si alguna vez habrá un poder dispuesto a hacerlo.

Adaptarse al compás de la vida no es tarea sencilla; en Cambio de ritmo, intento no perder el paso. Que tengas un excelente inicio de semana lector.