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La calumnia en el juego político

En la era de la información instantánea, el poder de las palabras se ha intensificado convirtiendo la comunicación en un campo de batalla donde la verdad y la mentira se entrelazan.

Isidro Aguado Santacruz
Isidro Aguado Santacruz Archivo

por Isidro Aguado Santacruz

30/08/2024 15:48 / Uniradio Informa Baja California / Columnas / Actualizado al 30/08/2024

"La calumnia es el refugio de los cobardes". - Platón

Por Isidro Aguado Santacruz

En la era de la información instantánea, el poder de las palabras se ha intensificado convirtiendo la comunicación en un campo de batalla donde la verdad y la mentira se entrelazan. La denominada "impunidad declarativa" permite que individuos lancen afirmaciones sin temor a las repercusiones, erosionando la confianza en el discurso público y en nuestras instituciones. Este fenómeno no solo socava la integridad del diálogo democrático, sino que también perpetúa un ciclo de desinformación y cinismo que afecta profundamente a la sociedad.

Vivo en una nación que sufre, en múltiples ámbitos y contextos, lo que se ha descrito como "impunidad declarativa." En esencia, cualquier individuo puede expresar lo que quiera, sin tener que rendir cuentas por sus palabras. Este fenómeno trasciende las fronteras del discurso político y social, y permea todos los niveles de interacción pública. La capacidad de hablar sin consecuencias genera un entorno en el que la verdad se diluye en un mar de opiniones no verificadas y a menudo engañosas.

La impunidad declarativa no solo fomenta la irresponsabilidad en el discurso, sino que también mina la confianza pública en las instituciones y en el mismo tejido social. Cuando las promesas no se cumplen y las críticas se lanzan sin respaldo, el ciclo de desconfianza y cinismo se perpetúa. Las palabras, una vez liberadas de la necesidad de ser respaldadas con acciones, se convierten en herramientas de manipulación y propaganda más que en vehículos de diálogo constructivo.

Los antiguos textos griegos, especialmente aquellos que tratan sobre la responsabilidad cívica, nos enseñan que cada persona involucrada en el discurso público debía responder por sus declaraciones. Esta obligación, en los casos más graves, podría implicar sanciones o incluso el exilio, si se comprobaba que se mentía o difamaba a otros ciudadanos.

En el extenso y frecuentemente sombrío ámbito de la política, las estrategias para debilitar o aniquilar a un adversario son diversas y numerosas. Entre estas, sin duda, una de las más insidiosas es la difamación. El empleo de falsedades intencionadas para empañar la imagen de un rival político no es un fenómeno reciente; no obstante, su persistencia y eficacia han perdurado, refinándose de forma sorprendente a lo largo del tiempo. Desafortunadamente, siguen siendo instrumentos de gran poder en la política actual.

Esta es entendida como una imputación falsa y con intención maligna para dañar la reputación de alguien, se convierte en un arma de doble filo en el escenario político. No solo perjudica a las víctimas directas, sino que también distorsiona la percepción pública sobre líderes políticos, sociales, académicos o de la sociedad civil. A su vez, debilita la confianza en las instituciones democráticas. Las calumnias son peligrosas porque se apoyan en la distorsión de la verdad y, en muchos casos, en la difusión de información o acusaciones completamente infundadas; una vez que se propagan, son difíciles de desmentir o corregir.

En una época marcada por la omnipresencia de las redes sociales y la comunicación al instante, la propagación de rumores y falsedades ha experimentado un crecimiento exponencial. La rapidez con la que se diseminan las noticias, sean estas verídicas o engañosas, sin corroboración o carentes de fundamento, implica que una difamación puede tener un efecto casi inmediato, arruinando trayectorias y reputaciones antes de que la verdad tenga oportunidad de surgir.

Cabe destacar que el uso de la calumnias en el ámbito político no es fortuito; se trata de una táctica meticulosamente calculada. Aquellos que adoptan esta estrategia buscan aprovechar los prejuicios y temores presentes, retratando a sus adversarios, por ejemplo, como corruptos, ineptos, violentos o peligrosos. Al hacerlo, no solo desvían la atención de sus propias falencias o situación deteriorada, sino que también fomentan la división en la sociedad o entre públicos específicos, creando facciones y avivando la animosidad.

Este planteamiento estratégico se ve fortalecido por la presencia de ecosistemas mediáticos que, con frecuencia, amplifican las difamaciones en vez de cuestionarlas a partir de un análisis crítico o, simplemente, del sentido común. En la frenética carrera por captar audiencia y relevancia, tanto los medios de comunicación como las redes sociales pueden transformarse, a veces de manera involuntaria, en canales de desinformación, especialmente si no cumplen con rigurosos estándares de verificación de hechos y altos principios éticos. La difusión de una falsedad, intensificada por algoritmos de redes sociales que priorizan contenidos sensacionalistas, puede rápidamente opacar la verdad.

Permítanme destacar dos aspectos clave:
Primero, la integridad del proceso democrático se ve comprometido. Una democracia robusta necesita debate y desacuerdo, así como disenso, pero también requiere de un diálogo respetuoso. Este diálogo debe fundamentarse en hechos y argumentos sólidos, no en ataques personales infundados. La política basada en la difamación deteriora la calidad del debate público y lo convierte en un espectáculo degradante.

En segundo lugar, la calumnia perjudica la confianza del público en las instituciones políticas y en los líderes, quienes han construido su reputación a lo largo de años o incluso décadas de dedicación y esfuerzo. Cuando la ciudadanía percibe que algunos o la mayoría de sus líderes están más enfocados en destruir a sus adversarios que en servir al bien común, la confianza en el sistema se ve comprometida. Este fenómeno puede fomentar el cinismo y la apatía política, llevando a los ciudadanos a desentenderse de los procesos democráticos, convencidos de que todos los actores públicos son igualmente corruptos o deshonestos.

La calumnia conlleva un costo humano profundo y tangible. Las personas que enfrentan estas acusaciones infundadas experimentan perjuicios personales y profesionales que a menudo son irreparables. El sufrimiento emocional y los efectos sobre sus familias y trayectorias laborales suelen ser devastadores. Además, el daño a la reputación, aunque se demuestre la falsedad de las acusaciones, puede tener efectos duraderos.

Enfrentar la calumnia en el juego político demanda un esfuerzo coordinado tanto de los medios de comunicación como del público en general. Los medios deben asumir la responsabilidad de verificar la información y evitar la propagación de datos falsos, manteniéndose fieles a la verdad y resistiendo la tentación de difundir rumores infundados. Por su parte, el público debe cultivar un escepticismo saludable y estar consciente de los sesgos presentes en sus fuentes de información.

La lucha contra la calumnia en el juego político es, en última instancia, una batalla por la integridad y la confianza en nuestras instituciones democráticas. Solo mediante un compromiso renovado con la verdad y la responsabilidad podremos restaurar la credibilidad en el debate público y en los procesos democráticos esenciales. Así, enfrentaremos eficazmente la calumnia, restableciendo la fe en la comunicación política y asegurando que el diálogo público se mantenga en el camino de la honestidad y la transparencia, excelente fin de semana lectores.